Cuando uno se equivoca, lo mejor es aceptarlo y aprender de ello.
No somos padres perfectos y pretenderlo puede complicarnos la vida. El otro día lo pasé mal porque , supongo que a vosotros amables lectores os habrá sucedido en alguna ocasión, al volver a casa tras un duro día en el colegio, mi trabajo, reprendí a mi hija mayor por algo que, bien mirado, no era tan importante. Se puede decir que me "pasé de rosca". En el relax de casa, con un fin de semana por delante y sin la presión del trabajo, no soporté un leve acto de desorden y sobreactué de la peor manera posible gritando encolerizado. Me di cuenta del error en cuanto mi hija no discutió como en otras ocasiones, cuando mantenemos un pulso sutil donde ambos sabemos que al final, su protesta no deja de ser sólo pataleo, puesto que ella sabe que lo que digo es lo correcto.
Esta vez no. No discutió. Se puso seria, bajó un poco la cabeza, cerró los ojos y al poco, una lágrima empezó a bajar por su rostro. Me sentí fatal.
Analizando la situación a posteriori me he dado cuenta que la excesiva tensión del trabajo es la causante de ese error cometido por mí en el trato con mi hija.
Como las equivocaciones forman parte del aprendizaje y sin éstas difícilmente se progresa, intentar evitarlas al máximo y procurar aprender de ellas es la garantía del progreso, en todos los terrenos, en todas las materias , en todas las edades, por eso de ahora en adelante, sabiendo donde está el error, procuraré de algún modo "encenderme una alarma en mi interior" cuando detecte sobreactuación, inercia dañina de mi trabajo.
Lo que me pasa en la escuela donde trabajo no debo pagarlo con mi familia. Es un propósito firme.
Sin que sirva de excusa, es comprensible por qué la tensión me la llevo a casa también, paso a explicarlo:
Mi trabajo de maestro, a la vez que relajado y en ocasiones entusiasta, me exige estar alerta de un modo constante e intentar cometer el menor número de errores posibles. Permanentemente me exige un delicado y a veces imposible equilibrio entre afecto, cordialidad y firmeza. En muchas ocasiones y a diario, debo sobreactuar para resaltar, centrar y también enmendar o desviar la atención. En cada jornada, y varias veces debo hacer de juez imparcial en pequeños conflictos y dictar sentencias justas, con poco tiempo para hacer hacer diligencias. Todos los días debo resolver muchos conflictos a modo de "juicios rápidos".
Además de todo esto debo enseñar a un grupo grande de alumnos (excesivamente grande y heterogéneo con unas diferencias entre ellos de nivel y actitud enormes) la materia que se tercie, progresando en el programa de la asignatura y corrigiendo trabajos, exámenes y atendiendo a peticiones de información de padres, cuando no de exigencias un tanto fuera de lugar, ante las que también debo mantener ese delicado equilibrio de ayudar a padres un tanto despistados o bastante a veces, exigentes o negligentes en ocasiones con sus hijos y mostrarse firme sin dejar de ser compresivo con las circunstancias.
También a diario debo lidiar con la Administración y su obsesivo control del proceso educativo, que con la aparente intención (quiero pensar que sus intenciones son buenas) de mejorar resultados , nos atosiga a base de burocracia innecesaria, papeleo inútil y programas y proyectos que no sirven para nada o poco, mientras el sistema actual no cambie de modo radical. Salvo para mantener la apariencia y la mediocridad, sólo nos lleva a restarnos energía de lo verdaderamente importante que es enseñar.
Hoy dos días después, con más sosiego, una vez corregidos los exámenes de un par de clases y habiendo disfrutado de algunas cosas que me gustan y me relajan, me preparo para una nueva semana en la que cuando acabe , haré balance de mi grado de "desconexión".
Repetiré a modo de mantra:
No eres perfecto. Aprende de tus errores.
Riñe cuando debas pero sin pasarte.
Relájate y disfruta de las cosas.